El asesinato de la psiquiatría comunitaria (II)

publicado en: Salud mental | 0
Compartir

Los locos no forman parte de esta farsa de la prosperidad. La oferta “psi” y su demanda se orientan hacia otros menesteres de consolación. Este movimiento de psicologización social es de utilidad también para el poder político, colabora en mantener su impunidad

 

Este texto fue escrito en el verano del 2008 a raíz de la destitución del equipo de Salud Mental del Área 9 de Madrid. Se han suprimido algunas detalladas referencias al funcionamiento del Área. El texto sigue teniendo una desagradable actualidad: las cosas han ido a peor.

                               Desmantelamiento de la Reforma psiquiátrica.   

La extensión del desánimo, la descoordinación política por parte de un Ministerio de Sanidad cada vez más vacío y el poder creciente de las Comunidades Autónomas dejaba a la Reforma Psiquiátrica en manos de gestores o administraciones que no habían participado en ella y que a falta de leyes podían suprimirla de la noche a la mañana, si se les antojara. Ese antojo ha sucedido, por el momento y de manera abierta y descarada, en Madrid, pero tiene su recorrido.

Ese recorrido no es simple. Se le puede vincular con la vuelta del franquismo político de mano de jóvenes políticos de la derecha española que retoman sin los complejos de sus padres, el nacionalismo español adornado de “modernidad” liberal. Pero para que eso haya sucedido algo ha debido pasar también en la sociedad. Esta sociedad española, siempre desentendida de la política, en especial a raíz de la tan afamada transición, se ve de pronto recorriendo los caminos de la prosperidad, del descarado individualismo mercantil, del consumo más loco y absurdo que cabría imaginar. Todo parece, por el momento, prosperidad. El consumo alcanza de lleno al campo de lo “psi”. ¿Por qué no comprar el consuelo? “Vengo a que me arreglen este niño, estoy dispuesto a pagar lo que sea”, decía un hombre recientemente enriquecido y desconcertado porque el hijo no le salió bien y no podía devolverlo. Ahora la cuestión no es que la medicina nos descubra lo oculto del hombre, lo que Novalis llamó la “salud transcendental”, el misterio de la subjetividad. Con la psicologización de la sociedad, se trata de curarse de la “salud transcendental”, de la subjetividad, de la tristeza, de la angustia, del aburrimiento, de los reveses de la vida, de la pérdida y de la propia temporalidad. Se va creando y extendiendo una demanda “psi” que es peor que la peste, infecta al conjunto de la sociedad y empuja al mundo “psi” a diversificar la oferta del mercado y así crear nuevas necesidades de consumo “psi”, nuevas enfermedades, nuevos remedios. Consumamos bienestar psíquico, parece ser la consigna, ya se trate de fármacos, de constelaciones, de expresión corporal o de los exitosos y oligofrénicos libros de autoayuda.

Los locos no forman parte de esta farsa de la prosperidad. La oferta “psi” y su demanda se orientan hacia otros menesteres de consolación. Este movimiento de psicologización social es de utilidad también para el poder político, colabora en mantener su impunidad. Todos somos inocentes, tuvimos una infancia desgraciada o un gen estropeado o un circuito neuronal desajustado, todos inocentes, el violador, el maltratador, el psicópata y, por supuesto, el drogadicto. Todo eso modifica el panorama de la relación entre lo “psi” y lo público. Se multiplican las patologías y se dispersan los cada vez más escasos recursos. Hay especialistas de fibromialgia, de catástrofes, de “trastornos de la conducta alimentaria”, como se llama a la anorexia y la bulimia, de drogadicción, de conductas compulsivas, de dificultades escolares, de ludopatías, incluso especialistas en maltratadores. La lista está abierta y es difícil recordar todo sus ítems. No se trata del sujeto, lo que se oferta es la modalidad mercantil del “trastorno”, supuestamente específico. El sujeto queda reducido a mero reflejo (bio o “psi) del trastorno, y los trastornos pueden ser incontables, pues dependen de la oferta del mercado. Para todo hay un gen candidato o un síndrome de oferta. La psicosis queda exclusivamente en manos del mercado farmacológico.

Es lo que llaman “racionalidad”. A la disolución de la razón que anida en la duda y en la pregunta, el mundo de la entera cosificación y del protocolo lo llama racionalidad. El horror del abismo de la pregunta es tildado, sin embargo, de irracionalidad. La cosa empezó con el llamado Informe Abril Martorell ya en 1990. Ya había pasado más de una década de democracia política y comenzaba una nueva modernidad que de la mano de la prosperidad dejaba de respetar la esfera de lo público. Del Informe de Abril Martorell que tenía aquel estilo tan ponderado, tan moderno, tan pesado y a veces tan paternal, se deducía que quienes estaban en la defensa de lo público eran ingenuos izquierdistas o románticos trasnochados, presos de sentimentalismo irracional. El Gobierno socialista del momento se adhirió de pleno al Informe Abril. Recordamos aquella sensación de impotencia. La AEN hace lo que se puede llamar un contra-informe o un manifiesto crítico contra el Informe Abril. Ninguno de los llamados medios de comunicación se hizo eco de ello ni le prestó la menor atención. Y lo curioso, lo que producía especial impotencia es que el tal Informe Abril pretendía ser una defensa del Estado moderno frente a sus boicoteadores sentimentales. La Ley General de Sanidad, de pocos años antes, queda de pronto obsoleta y es como si el Estado, garante del Sistema Nacional de Salud, resultara ya una antigualla. Lo público era un resto de tiempos pasados, la racionalidad la crea y la impone la iniciativa privada, y para que la iniciativa privada se haga cargo de los servicios públicos no queda otra posibilidad que la concertación. La concertación estaba considerada el ideal, la concertación librará al Estado de su lentitud, de su gigantismo, pondrá orden en los servicios y será un motor de creación de riqueza. Pero la entrada del mercado en la sanidad (y también en la educación) abre el campo propagandístico de las ofertas, lo que aumenta el número de necesidades y, por ende, el gasto. Pero como dicho gasto crea riqueza y favorece la competencia es un gasto que está presidido por la Racionalidad, aunque parecen olvidar que en la concertación quien paga es la administración pública. Todo sea al servicio del Sacrosanto Mercado, garante de la Razón contra el sentimentalismo. Si las cosas del mercado se ponen feas siempre quedarán, como ahora está sucediendo, los recursos públicos para ayudar a la Banca o a las avariciosas constructoras, a costa de la desidia moral que abandona la más genuina razón de ser del pacto social, como es la de atender a quienes están excluidos de él.                             .

El Informe Abril no tiene efectos visibles inmediatos, pero, sin embargo, va creando un clima de distancia y cierto aire despectivo respecto a la Psiquiatría Comunitaria o Pública. A partir de 1999 se  iniciaría el desmantelamiento de la Sanidad Pública con el llamado modelo Alzira puesto en marcha por la Comunidad Autónoma de Valencia, gobernada por el PP, que pone en manos de la iniciativa privada no sólo la infraestructura de instalaciones sanitarias sino también determinados dispositivos asistenciales, lo cual entra en contradicción con la Ley General de Sanidad. Estábamos en la euforia de la prosperidad y la privatización de las competencias del Estado se veía desde la perspectiva de la ganancia. El clima de corrupción generalizada de estos avispados discípulos de Mandeville extiende una impunidad moral que toma a la Sanidad Pública como obstáculo a la expansión de la mercantilización y del consumismo que la prosperidad económica exige.

                                               El protocolo y lo “psi”.

En esas condiciones, la Reforma Psiquiátrica sigue su curso, debilitada, deslabazada, descoordinada, dependiendo por el momento del buen hacer o mal hacer de los equipos responsables de las Áreas de cada Comunidad Autónoma. El protocolo empieza a instalarse como modo rutinario de atender la masificación de la demanda “psi”. El protocolo no sólo reduce al sujeto a objeto cosificado en el ítem, sino que desvitaliza el deseo del profesional, convertido en simple funcionario del protocolo. Es la muerte de la clínica. Por otro lado, el protocolo se acomoda mejor a una psiquiatría biologicista o a una psicología conductista que ignoran por completo la condición subjetiva del trastorno psíquico. Los laboratorios sacan productos a una mayor velocidad y no hay laboratorio que no tenga su o sus antidepresivos como mercancía privilegiada por los beneficios que reporta. Tanto hay remedio para la calvicie como para la tristeza. Se impone un criterio consumista de la salud que sacrifica al sujeto y borra las huellas de la vida. Ese infierno de aniquilación de la subjetividad, de la culpa subjetiva, se muestra sin embargo como ruidosa y alegre fiesta, jolgorio programado y pagado incluso por el más remoto Ayuntamiento del país. Se ha decidido que la salud es la ausencia de conflicto, la insensibilidad y el ruido. Luego, como decía el poema de Brecht, “si la miseria queda como antes/y no puedes extirparla de raíz/puedes hacer que no se vea” (Drei Soldaten und die Reichen). El loco vuelve a ser un testigo enteramente inoportuno. La masiva demanda “psi” propaga el lamentable concepto de lo preventivo, de la extensión de la norma a la totalidad de la vida, incluso se extiende de manera irreflexiva a la “enfermedad mental”. Pero el loco representa en exceso lo imprevisible o lo que no admite prevención a pesar de todos los protocolos que se le quieran aplicar y que de hecho se le aplican sin ningún resultado.

Pero el horror existe. El loco más que serlo (que lo es), sobre todo lo representa. Por eso debe desaparecer. El horror de los conciliábulos de banqueros que acumulan riqueza y expanden pobreza y muerte, el horror de los políticos profesionales, torpes, vulgares y corruptos, el de los periodistas mendaces y los jueces prevaricadores, ese horror es un horror familiar y cotidiano que no percibimos, que no vemos. Ya en 1729, Mandeville había dejado escrito que nos escandalizamos por ver a un borracho en la calle, pero no por la avaricia, la usura y la humillación “para obtener puestos lucrativos”. El loco se convierte en testigo mudo de la insensatez de los humillantes ajetreos mercantiles. Por eso debe ser devuelto al anonimato de lo invisible. Él no está invitado al baile, por utilizar esta expresión de Adorno, que  organizan ahora los nuevos “psi”, ocupados cada vez más en la conquista de ese nuevo mercado. Eso empuja cada vez más a la marginación del psicótico. Las ofertas en este campo, por ejemplo, la rápida curación de la psicosis mediante la regresión al estado fetal o mediante el grito, se ponen rápidamente en ridículo y rápidamente se olvidan.

La marginación del psicótico y su desconsideración como sujeto, va unida, de hecho, a la marginación de la Reforma Psiquiátrica. Los nuevos MIR o PIR acuden a la profesión desde el dominio del protocolo. Solicitan un marco gnoseológico muy preciso y predeterminado y unas respuestas previstas y codificadas. Los laboratorios farmacéuticos están enormemente interesados en la operación. Pero hasta que el poder político no lo llegue a impedir de manera directa y criminal, como está sucediendo en Madrid, la psiquiatría “comunitaria” se mantiene como puede, adaptada a cada situación por equipos que persisten en su tarea de asistencia y de formación. Hay una clara fragmentación, pero el tratar con el psicótico obliga, al menos a algunos, a una práctica que mantiene la inspiración de la psiquiatría comunitaria, aunque sus dispositivos estén cada día más en precario. Desde los sectores comprometidos con la sanidad pública se pretende impedir, sin demasiado éxito, el “hospitalocentrismo”, es decir, el que desde los servicios hospitalarios se potencien consultas externas y se creen unidades específicas de atención ambulatoria dependientes de los servicios hospitalarios, lo que viene a romper, como luego se ha podido verificar, la razón de ser de una psiquiatría comunitaria: el mantenimiento de una continuidad de los “cuidados” de manera que el paciente tenga finalmente un espacio de referencia, de protección y de acogida en su vida, asunto de vital importancia para su condición de sujeto y forma de abrir su encierro, su aislamiento y su confusión a “otra” posibilidad. Se pudo discutir en su momento tal proyecto por los riesgos de que el hospital absorbiera la vida de la red y, sobre todo el que de ese modo se consagrara por parte de la psiquiatría comunitaria la medicalización de la “enfermedad mental”. Pero el riesgo mayor era la escisión de la red, separando las unidades del hospital general del resto de los programas, lo que suponía la desaparición de la psiquiatría comunitaria y la vuelta al “hospitalocentrismo” psiquiátrico.

                La destrucción de lo público: Madrid como paradigma.

La indefensión política de la Reforma Psiquiátrica, el ataque o el desinterés de la psiquiatría biologicista y los laboratorios, la proliferación de la oferta “psi” que llenaba las consultas privadas, todo eso favorecía el aislamiento de los practicantes de la Reforma Psiquiátrica. Por otro lado, la creciente llegada de inmigrantes se usó para el desprestigio de lo público. La escuela, dicen, se llena de inmigrantes, baja el nivel y aumenta la delincuencia y los profesores están de baja por depresión, mientras los políticos se dedican a sus intrigas internas o a la pelea de los chismes periodísticos. En cuanto a la Sanidad, el prestigio de la concertación aumenta a la vez que la presencia cada vez mayor de inmigrantes en los servicios de la Seguridad Social resulta cada vez más molesta. El clima de degradación moral es asfixiante, la xenofobia es manifiesta y quienes viven, emplean y explotan a la población inmigrante, echan pestes de ellos. Entregan a sus cuidados a sus hijos y a sus viejos, a la vez que les culpan del tan recurrido aumento de la inseguridad ciudadana. Pero nadie habla de ello y las pocas referencias públicas son sólo para negar que exista el menor problema de explotación, humillación, xenofobia y maltrato, a la vez que muchos políticos de la derecha hacen exhibición de ese maltrato. Políticos y periodistas niegan que exista problema alguno, lo que importa es el consumo y el chisme.

Este desprestigio de lo público y el creciente prestigio de la concertación va a terminar por desmantelar las instancias de coordinación de los servicios de Salud Mental y va a atacar de manera inesperada, pero despiadada, los Servicios Comunitarios de Salud Mental. La Comunidad Autónoma de Madrid es al respecto la Comunidad Autónoma más feroz. Esperanza Aguirre había llegado a la presidencia mediante la escandalosa compra de dos diputados autonómicos del PSOE. Eso no la arredra lo más mínimo. Es una señora educada en el señoritismo franquista y en el desprecio a los subordinados. Una vez que se afianza como presidenta en una segunda votación consiguiendo la mayoría absoluta, considera que su liberalismo neofranquista (o vertiente liberal del autoritarismo político) es el camino que la va a llevar a la presidencia del gobierno, a la Moncloa. Mientras que Ruiz Gallardón se dedica al despilfarro, guiado por el neomonumentalismo napoleónico de las grandes obras públicas, Esperanza Aguirre ataca al corazón de lo público, quiere desmantelar los servicios públicos poniéndolos en manos privadas. Como Berlusconi, quiere un modelo empresarial, con su impunidad y sus manejos, para el Estado. Lo venderán como el “modo de devolver la confianza en la sociedad” frente al dogmatismo de la izquierda. ¿Cómo? “Dando más protagonismo a la sociedad en la gestión de los servicios públicos”. ¿Qué protagonismo es ese? “La privatización del sector público empresarial”, pues dicen que dicho sector público “obstaculiza el crecimiento y priva a los consumidores (sic) de los beneficios de la libre empresa” (Programa del PP de Madrid, puntos 12 y 14, septiembre 2008).

La mezcla de chulería populista, de desbocado liberalismo económico y de hipocresía religiosa, se mostró de manera elocuente en el caso del Dr. Montes, Jefe del Servicio de Urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés. Un día de pronto el Consejero de Sanidad de la CAM pone en manos del Juez una denuncia por eutanasia y por tanto de homicidio o asesinato contra el equipo de Urgencias del Hospital, promovida por una asociación religiosa de extrema derecha. El primer efecto es un estupor generalizado. El servicio que dirige Luis Montes, un médico entregado en cuerpo y alma a la Sanidad Pública, está considerado por los colegas como ejemplo de honestidad y dedicación. Fue un servicio que montó Luís Montes con médicos que se rigen por la “ética de lo público”, es decir, con  disponibilidad de tiempo y con el deseo puesto en la creación de un servicio, a pesar de la falta de camas y otros recursos. La medicina no es protocolaria, no sigue los protocolos estrictos del Servicio de Urgencias, dado que allí los enfermos terminales permanecen días en los pasillos sin poder ser trasladados a una unidad de cuidados paliativos por falta de camas. Una inspección ya había concluido la ausencia del menor atisbo de mala praxis médica. Eso no impide al Consejero de Sanidad de  la señora Aguirre cursar una denuncia como luego se vería sin base alguna, pero que le permite desmontar el servicio entero. De manera arbitraria y chulesca ha utilizado una denuncia de quienes se creen amos intocables de la hora de la muerte, de lo que llaman el tránsito del hombre a su aterrorizada comparecencia ante el Juez Supremo, para desmantelar un servicio que representa una práctica médica dedicada al servicio público y así avanzar por el camino ya inaugurado de la privatización de la Sanidad Pública. He aquí el acto sintomático de esa mezcla de autoritarismo falangista, liberalismo económico y profesión religiosa fundamentalista que caracteriza el estilo del gobierno de la señora Aguirre.

Cuando uno piensa que se ha desencadenado un escándalo que va a provocar la protesta de toda la clase política y de toda la profesión médica, resulta que no es así. El PSOE, como es habitual, enmudece, no sólo el PSOE madrileño, preso de una situación de deslegitimización a raíz de la compra de sus dos diputados autonómicos, sino todo el partido en su conjunto. Prefiere quedarse una vez más a la expectativa. Por otra parte no quieren comprometerse en la defensa de unas personas para quienes lo público es una cuestión moral y no un simple espacio de poder o de enriquecimiento. No son compañeros de viaje fiables para una clase política que surge con el único objetivo del ejercicio del poder, el que fuere, desde presidente de gobierno a concejal de aldea. En cuanto al Colegio de Médicos de Madrid, se ve afectado por la contradicción entre la vieja tradición corporativa y el nuevo protagonismo adquirido por el Opus Dei y por los defensores de los grupos privados en la gestión de lo público. De ahí que la nota que saca el Colegio de Médicos sea tan indefinida y confusa. Sólo la Sociedad Nacional de Cuidados Paliativos defiende de manera pública, pero aislada, la praxis del equipo de Montes. El próximo en caer será el equipo de Salud Mental del Área 9. Pero no hay prisa. El camino está expedito. La señora Aguirre se va a comportar como el monomaníaco que hace de su objetivo un tenaz capricho. Sin vigilancia exterior, se siente a sus anchas en su propia megalomanía que la lleva a mostrarse desconsiderada y brutal. Su sonrisa cortesana esconde una fría hostilidad, cuya arrogancia crea un clima de bajeza moral que tanto jalea la emisora de los obispos. Tiene a su favor a los constructores, a los clérigos y a los barrios que quieren diferenciarse de los inmigrantes que en ellos residen.

La Comunidad Autónoma de Madrid está decidida a proseguir la política sanitaria, ya puesta en marcha por el Gobierno Autónomo de Valencia. La idea de una gestión mixta público-privado no es ninguna novedad. Ya hace años la puso en marcha, en Inglaterra, el Gobierno de Margaret Tatcher. Tiene, incluso, sus siglas en inglés: PFI                                  (Iniciativa de gestión privada). Es una fórmula que consiste en que una empresa privada construye los edificios y se queda con la gestión de la parte no sanitaria de los centros a cambio de unos pagos mensuales durante 30 años prorrogables. Como ha señalado M. Desviat, esta idea que se ensaya en el Reino Unido fue sometida a estudio por el Observatorio Europeo de la OMS para concluir que los hospitales construidos bajo esta modalidad son más caros, más rígidos (ya que tienen un estricto protocolo empresarial) y tienen menor calidad ( cfr. ib., p. 47). Esta “sanidad del ladrillo”, tal como se está promoviendo en la CM, extiende la iniciativa privada, sanitaria y no sanitaria, a la construcción y gestión de hospitales privados  de los que dependerá no sólo la asistencia hospitalaria sino también la de los ambulatorios. Esto ya nada tiene que ver con la Ley General de Sanidad, ni siquiera con el Servicio Nacional de Salud. No se entiende bien que la Administración central no intervenga cuando se incumple una Ley General y se destruye el modelo que garantiza la asistencia sanitaria pública y gratuita a todos los ciudadanos.

Esta situación promueve una mercantilización del profesional, convertido él mismo en mercancía que se compra al más bajo precio posible cuando no es que se le asigna el papel de negrero de sus propios colegas. En ambos casos el resultado es la pérdida de deseo y de interés en la autonomía del acto clínico. Se degrada así el aspecto vocacional en el que siempre se sostiene la clínica. Así las cosas, los profesionales que representan la “ética de lo público” son un estorbo. Ambas medidas van a la par. En lo que a la Salud Mental se refiere, la planificación de la CM  es clara, no es nada confusa. Los Servicios de Salud Mental pierden su protagonismo a favor de los Servicios Hospitalarios, se sustituye la Subdirección General de Atención Especializada por la Dirección General de Hospitales y se suprime la Dirección General de Salud Pública.  Del lado profesional, se crea la ASEPP (Asociación Española de Psiquiatría Privada) que en su primera asamblea concluye sin más “que la psiquiatría privada desempeña un papel muy importante en España, ya que el sistema público no puede dar respuesta a las necesidades sociales que se van creando a nivel de (sic) asistencia”. Las llamadas necesidades sociales son naturalmente las necesidades del mercado. La ganancia es el objetivo. El médico Mandeville se quedaría asombrado ante su tan certero vaticinio.

En Madrid, con la supresión de la Dirección General de Sanidad Pública y la creación de una Dirección General de Hospitales, se apuesta por el “hospitalocentrismo” contra la “integración comunitaria” de los servicios. Los equipos y la continuidad de la asistencia e inserción del paciente en un equipo asistencial y terapéutico de referencia queda anulada y el paciente devuelto a su aislamiento y a su burocrático anonimato. Como ha señalado el comunicado de la AEN (www.aen.es) el protagonismo de los Servicios Hospitalarios potencia las consultas externas y crea unidades específicas de atención ambulatoria dependientes de tales servicios, con lo que en vez de la coordinación se crean redes paralelas. Aumenta la confusión y se favorece el clientelismo: a ver quién oferta más y más nuevo, en suma a ver quién oferta el producto más comercial. Puede así haber tantos modelos de atención como áreas, pero la destrucción de los equipos multiprofesionales para favorecer un modelo exclusivamente psiquiátrico va a ir orientando todo el modelo de atención hacia el “externalismo” hospitalario. De hecho, en Valdemoro, la asistencia ambulatoria depende ya de un hospital privado. El clientelismo mercantil  no sólo no atiende a lo que se puede considerar necesidades reales (definamos así al menos las que provienen del desamparo y de la indefensión del              excluido del pacto social) sino que sólo está interesado en lo que la familia o los grupos de presión social puedan requerir a espaldas del sujeto afectado. Para lo cual, es necesario variar la oferta con fecha de caducidad. Para sostenerse en el mercado, habrá que inventar nuevas marcas, nuevas enfermedades, nuevos remedios, nuevo y variado mercado farmacológico.

El criterio llamado democrático es enemigo de la concentración de poder en un solo órgano o instancia. Esta idea se consagró con la diferenciación de los tres poderes clásicos: legislativo, judicial y ejecutivo. Pero el criterio democrático en sus orígenes atiende no sólo a las instituciones del Estado sino a la propia sociedad. Ya desde antes de que la institución del Estado moderno cree la división de poderes, se habían creado espacios de autonomía, fundamentales para la respiración de la vida social. Había dos espacios bien definidos desde el principio: la universidad y el hospital, aparte de los espacios propiamente religiosos. La garantía de la inviolabilidad de esos espacios era su condición de públicos, de manera que el mismo poder político era el garante de la autonomía de esos espacios. No habría, por ejemplo, libertad de enseñanza (o algo parecido a lo que se podría entender por libertad de enseñanza, o al menos una enseñanza no impuesta o reducida al comentario de texto) si dicha “libertad” no estuviera garantizada por el Estado. Unicamente como espacio público puede sostener su autonomía. Igual sucedía con el Hospital. Como explica Kant en El conflicto de las facultades, el médico pasa a llamarse facultativo precisamente porque no tiene otra autoridad que la facultad de la razón y no el sometimiento al poder político. La Facultad es la autoridad del médico y no el Ministerio del Interior, como sucedía hasta entonces. Tanto el universitario en su enseñanza como el facultativo en su acto clínico, no están sometidos a ningún criterio externo de poder político. Sin espacios públicos, sin la autonomía de la Universidad y del Hospital, de la enseñanza y de la clínica y de la asistencia, el mercantilismo político y económico se convierte en el único criterio del hacer. La arbitrariedad y la impunidad en el ejercicio del poder tienden a la reproducción de la violencia originaria, es decir, de la barbarie. Destruir lo público es el objetivo de un poder que quiere su dominio sobre el entramado social y sobre los modos de ganarse la vida. En esas condiciones, los profesionales de lo público se verían llevados a convertirse en los más serviles. Al desaparecer la autonomía de la práctica profesional, se irá mermando la capacidad crítica y creativa de los profesionales y los pacientes pasarán a ser eso que llaman “cuota de mercado”.

Los nuevos gerentes tienen algo claro: desconectar a los profesionales, romper su proyecto profesional sin preocuparse lo más mínimo por los pacientes, quebrar la columna vertebral del modelo asistencial comunitario. En el caso del Área 9 de Madrid, el gerente amenaza a quienes no aceptan sus directrices, promete jefaturas a veteranos que han quedado más aislados y como manifestación de fuerza destituye a la Coordinadora de Calidad. De nada sirve la protesta de la gran mayoría de Jefes de Servicio del área. No hay que retroceder, parece la consigna. En noviembre de 2007 destituye a la Coordinadora del Programa de Continuidad de Cuidados y el 25 de Enero de 2008 nombra un nuevo Director Médico. Mientras tanto ha sustituido los Centros de Salud Mental por “Interconsultas con Primaria”, con lo que se elimina la razón de ser terapéutica de los Centros de Salud Mental y de coordinación con otros dispositivos para mantener la referencia del paciente en los diversos dispositivos y que no se corte y borre la diversidad de ese espacio terapéutico. Eso es un ataque y una desconsideración del paciente, que le devuelve al anonimato del caso perdido. Es un delito moral. La llamada “continuidad de los cuidados”, que ha sido un eje claro del modelo asistencial de la  psiquiatría comunitaria,  ha desaparecido.

                               La codicia y la caridad: de Mandeville al PP.

Dice Mandeville, nada más comenzar su Ensayo sobre la caridad: “La caridad es la virtud que nos impulsa a transferir parte de ese sincero amor que nos profesamos, puro y sin mezcla, a otros seres a los que no nos unen lazos de amistad o parentesco, simples desconocidos hacia quienes no tenemos ninguna obligación y de los que nada esperamos” (en La fabulas de las abejas, p. 165). Pero Mandeville se apresta a revelarnos que tras tanta virtud lo que encontramos es vanidad, orgullo, rivalidad, egolatría, mentira y envidia. Nada como el orgullo, dirá, para levantar hospitales. Ya había explicado en su fábula cómo la avaricia está en los orígenes de la prosperidad, “mientras que el lujo daba trabajo a un millón de pobres y el odioso orgullo a un millón más y la misma envidia y vanidad eran ministros de la industria” (p. 15). Ahora bien, si el orgullo, la envidia, la vanidad y el egoísmo se encaminan hacia la caridad, nos encontramos con que, sin embargo, no alientan entonces la prosperidad sino que la atacan, debido a que con la caridad se favorece la ociosidad y con la ociosidad el robo y el hurto, por lo que “las Escuelas de Caridad, y todas las cosas que sólo promueven la ociosidad y alejan del trabajo al pobre, son más cómplices del aumento de la villanía que el no saber leer ni escribir…” (p. 177). La caridad, nos dice, proviene de la compasión y la compasión entra por los ojos. Contemplar el sufrimiento ajeno mueve a compasión y a la acción caritativa. El caritativo vela, por un lado, la desgracia que ve y, por otro, proclama su condición de benefactor de la comunidad y pone su nombre en el frontispicio del Hospital de pobres o de la Escuela de Caridad. El resultado es, sin embargo, contrario a los intereses del mercado y de la prosperidad. Así pues, Mandeville corrige su afirmación inicial de cómo “los vicios privados hacen la prosperidad pública”, para advertirnos ahora de que hay vicios privados que se ocultan tras la caridad y que aún siendo los mismos que promueven la prosperidad pública, son contrarios a ella por estar encaminados hacia la caridad y, por tanto y en última instancia, hacia la ociosidad y el robo. Las Escuelas de Caridad tienen el resultado de crear vagos y maleantes que viven de la riqueza ajena.

Ni que decir tiene que el loco forma parte de esta cohorte de vagos y maleantes, improductivos, que viven del dinero ajeno y que requieren continuamente dinero para su manutención y amparo. Mandeville adelanta así las funestas tesis de Binding y Hoche acerca de la vida digna o indigna de ser vivida, y cómo la compasión es mala consejera de la razón y del bien público, por lo que quienes se compadecen del loco son aún más peligrosos para la sociedad que el loco mismo. ¿Qué hacer con el loco improductivo con el que se despilfarran los recursos públicos, mientras el valeroso y robusto soldado muere en el frente de batalla, como así lo dicen expresamente los tales Binding y Hoche? Puesto que hoy se ha establecido que no hay que gasearlos, habrá que recurrir al primer remedio propuesto por Mandeville: quitarlos de la vista y así, apartados de vista, no moverán a compasión y se podrá ahorrar el despilfarro de la “caridad”.

Imaginemos por un momento que Mandeville ha leído El capital financiero de Hilferding y que ha asistido a los últimos manejos de los banqueros para hacerse con el dinero ajeno, siendo a la vez sus emisores. Cabe suponer su sorpresa ante el hecho de cómo aquel ladrón de las Escuelas de Caridad ha prosperado tanto hasta el punto de regir los recursos del mundo entero. Alguien acapara el dinero de todos y luego lo vende a los mismos que lo pusieron en sus manos, de manera que cuando se produce la ruina del banquero, entonces, entre todos, deben encontrar el modo de volver a entregar más dinero a dichos banqueros para que así la ruleta de la prosperidad pueda volver a ponerse en marcha. ¿No es un desvarío? Parece un asunto de magia. La Razón que se atribuía al mercado, ha resultado ser un  talismán con el que se pretende producir en la realidad aquello que sólo es palabra o papel y que como en el pensamiento mágico del neurótico o de la religión, confunde, por decirlo al modo de Ferlosio, la conexión de signo con la conexión de causa, como si aquello que hacen los hombres estuviera en manos del destino o de oscuros y desconocidos designios. Pero allí donde el neurótico se siente culpable de lo que al otro sucede, por esa confusión supersticiosa de confundir un pensamiento o un  ritual con la conexión de causa, el banquero o el llamado “neoliberal” ha venido a colocarse en el lugar contrario: el de agente de la salvación y de la prosperidad. Hace unos días el XVI Congreso Regional del PP de Madrid aprobaba por unanimidad un programa en el que, por ejemplo, en el punto 49 se dice que “sólo los dictadores amigos de Zapatero” pueden defender hoy la nacionalización de empresas o de la Banca, cuando sólo unos días después los más acérrimos “neoliberales” se aprestan a nacionalizar Bancos para evitar su ruina.

Y esto viene al caso que nos ocupa porque somos los de la compasión los acusados de estropear el alegre panorama de la prosperidad, mientras que ellos, los beatíficos hombres de la iniciativa privada, sólo procuran el progreso y el bienestar para todos, de modo que el mejor y más razonable destino del loco o del enfermo será encontrar su valor como mercancía, que estos modernos políticos han descubierto por esta vía de proponer a la iniciativa privada un nuevo campo de negocios: se le da dinero público a los empresarios privados a cambio de que se ocupen de unos cuidados o de una asistencia a enfermos improductivos. Como ninguna otra racionalidad cabe al respecto que el mandato de la Razón mercantil, “¡enriqueceos!”, el enfermo convertido de ese modo en mercancía es una fuente de riqueza más que de cuidados. El médico, o el profesional “psi” en general, queda en ridículo, su deseo desautorizado y él mismo sometido a los intereses del mandato mercantil. Sin la compasión que alienta cada acto clínico, la asistencia sanitaria queda arruinada.

Si bien no parece posible parar dicha mercantilización de la Sanidad, al menos debería serlo el que las comunidades autónomas cumplan las leyes generales del Estado.

 

Madrid, septiembre 2008

Francisco Pereña