Francisco Pereña: Nota para el lector. «Hablar de humanidad es una manera de referirnos al hombre como sujeto y como especie. En ambos casos, como desorientación respecto de la vida, y abierto a una trascendencia que sólo es abismo y que hace de la conciencia una conciencia perturbada e irremediablemente…
NOTA PARA EL LECTOR
La pregunta sobre la existencia del mal ha sido una constante a lo largo de la historia. Ha tenido sus modalidades, pero siempre ha girado sobre el escándalo que supone que seres tan frágiles como los humanos se dañen entre sí, y siempre bajo el pretexto de la protección. El mito religioso habla de castigo por un crimen originario y el mito científico de una agresividad ligada al instinto. Por fuera de ambos mitos, el problema del mal es un enigma difícil de resolver a pesar de su continua constatación.
Han sido sobre todo los filósofos los que han afrontado el asunto desde su carácter de perturbación, hasta el punto de que no existiría la filosofía si no fuera por dicha perturbación. No hay filosofía sino es como pregunta moral. Así pues, he llevado a cabo lo que llamo un “diálogo abierto” con los filósofos que, al menos en estos últimos tiempos, he sentido más cercanos a la hora de pensar mi particular perturbación ante el problema.
Cuando el profesor Alejandro Martínez González, del Centro Universitario Lasalle, me propuso impartir un seminario que no estuviera limitado exclusivamente a la “clínica” sino que incluyera también la filosofía, no tuve, pues, la menor vacilación en proponer el tema, el fracaso moral de la humanidad, puesto que era una buena oportunidad para volver a esa para mí ineludible pregunta.
Hablar de humanidad es una manera de referirnos al hombre como sujeto y como especie. En ambos casos, como desorientación respecto de la vida, y abierto a una trascendencia que sólo es abismo y que hace de la conciencia una conciencia perturbada e irremediablemente interrumpida. Si la religión constituía la referencia de una trascendencia positiva, que ordenaba la vida del hombre hacia una finalidad, la desaparición de dicha referencia no elimina la trascendencia, simplemente empuja al hombre a adentrarse en su huida en el dominio de la naturaleza, como si fuera su dueño. De ese modo sólo hace el ridículo, considerando la tecnología como el espacio mismo de la creatividad. Sólo basta con contemplar las modas artísticas de este momento, que predican una especie de idolatría social del mundo virtual, bajo el eslogan de nuevo del anti-humanismo, con el que vuelven a resonar los tambores de la guerra requerida para dar realidad a la esterilidad de la ficción tecnológica. La guerra vuelve a aparecer como justificación y sostén de la política. Crea el entusiasmo que la política “democrática” no puede sostener
Sobre la elección de los filósofos con los que debato diré antes de nada que he podido conectar con lo que considero su particular perturbación ante el problema del mal. Ninguna frivolidad veo en ellos a ese respecto. Empezaré por decir que los Diálogos de Platón, que se inician con la muerte de Sócrates, constituyen un intenso recorrido por el laberinto del desastre moral del Estado. Es un recorrido contradictorio que no quiere darse como definitiva conclusión. Podemos resumirlo como el recorrido que va desde la propuesta del “gobernante filósofo”, cuya característica principal sería la de abominar del poder que ejerce, y en la medida en que lo ejerce, hasta su gran decepción con Dioniso, el tirano de Siracusa. Comienza, pues, con la muerte de Sócrates y termina con el asesinato de Dión de Siracusa.
Las llamadas “escuelas helenísticas” tratan, cada una a su manera, acerca de cómo hacer, o cómo vivir, a raíz de dicha constatación. Inician, o ilustran, los caminos que llevan a la deserción política.
Kant planteó de manera nítida y por primera vez que el “mal radical” va a la par de la libertad. No podríamos hablar del mal si no fuera por la libertad. Nada, pues, de genética, ni tampoco de “roussonismo” social. Para él, era un escándalo el que siendo manifiesto el progreso científico y tecnológico en la Historia, no pudiéramos hablar, sin embargo, de progreso moral. Buscó la salida en una contradictoria determinación del “ideal trascendental” como aquel todo que al afirmarse como todo “niega” todo lo demás. De modo que terminó cayendo en el tan habitual y aterrador sistema de establecer una Necesidad universal, establecida, sin embargo, por el hombre Esto le permitía descansar en una “utópica” unidad última de los fines, donde el hombre y la naturaleza terminarían por encontrarse. El Deus sive Natura se abre paso definitivamente en la modernidad, como sarcástico emblema de elogio a una naturaleza condenada a su conquista y, por ello, al trabajo de su destrucción en cuanto único y verdadero espacio vital del hombre.
Schopenhauer rompe con tal teleología. La afección carece de intencionalidad fuera de sí misma. No hay ni sentido ni solidaridad frente al “egoísmo” de la voluntad. No hay pues otra opción ética que la “negación” de la voluntad. ¿Cómo podría, sin embargo, ser esto posible si a la vez se elimina el sujeto de la voluntad?
Wittgenstein corrige en esto a Schopenhauer. El sujeto de la voluntad es sencillamente el sujeto que existe y el lenguaje es el límite del mundo. El sujeto no coincide con el mundo y ese no coincidir es el terreno de la ética. Frente a Kant, dirá que de la ética sólo cabe hablar en “primera persona” y que el sujeto de la representación no existe, “sólo existe el sujeto de la voluntad”. Wittgenstein encarna, a mi entender, la mayor apuesta por la deserción frente a la hipocresía del “bien común”, desde la época helenística de Diógenes de Sínope. Ninguna idea más nítida encuentro en Wittgenstein que la idea, que cabría considerar platónica, de la proporción, de una mesura entendida como dar tiempo a una respuesta cuya precipitación se traduce en agitación para tapar la boca del dolor. En la clínica “psi”, cuando no se soporta el dolor, lejos de escuchar el sentir de un sujeto, se amontonan respuestas precipitadas que expresan el ridículo de una impaciencia que borra la memoria carnal de la muerte, el instante mismo del tiempo de vivir. Cuando Wittgenstein expresa su respeto moral por la impotencia, da lugar a la memoria y no degrada el dolor del existente, ni su misterio.
El “diálogo abierto” que propongo, es una expresión del lingüista ruso Bajtin, que la psiquiatría finlandesa ha recuperado para afrontar de manera más libre y plural el tratamiento del sujeto de la psicosis.
En esta ocasión tomo dicha expresión tal como la entiendo en el propio Bajtin, y que vinculo con el “diálogo silencioso” de Platón. Se trata de un constante diálogo interno que uno hace con sus contradicciones y su necesidad de engañarse, y, sin embargo, con la imperiosa necesidad que habita la palabra de dirigirse al otro. El diálogo abierto mora, pues, en la intimidad, donde el enigma del otro supone una angustiada soledad y una falta de identidad que conlleva que el otro sea el traumatismo mismo del existir. Si la filosofía es posición de un permanente cuestionamiento sobre la verdad y el bien, si el filosofar se corresponde con la vieja idea griega de la parresia, de un cuestionarse a sí mismo ante el otro, es así como me cuestiono y cuestiono a estos filósofos con los que “dialogo”. Lo hago, por tanto, desde mi propia condición sintomática y también desde mi oficio, un oficio tan cercano a la impostura, ya por el simple hecho de verte obligado a interrogarte por la verdad y por el bien, a la vez que te obliga a una escucha que te exige renunciar a respuestas rutinarias o doctrinarias y que implica un repetido cuestionamiento de una posición siempre al borde del abuso, sea de significado o de poder. Por esa razón incorporo a este “diálogo” mi práctica, no podría darse si no es como un modo de vivir o de sentir la existencia en el hecho mismo del pensar.
Desde esa práctica abordo el diálogo con quienes me hacen pensar y con quienes comparto lo que entiendo como una misma perturbación. Ya expongo en el texto por qué la filosofía es tan indispensable para esta práctica clínica. En ella cabe encontrar palabras que abren el horizonte de la escucha y ayudan a suspender gastadas respuestas. El diálogo que inicio con estos filósofos nada tiene que ver, pues, con la interpretación. Es dejarse acompañar por sus problemas y sus contradicciones, por una perturbación que acompaña la mía propia. Mi práctica ha estado orientada por la elaboración, en ningún caso por la interpretación. Recordaré al respecto las palabras de Séneca a Lucilio: “Quienes antes que nosotros abordaron estas cuestiones no son dueños, sino guías de nuestra mente. La verdad a está a disposición de todos; nadie todavía la ha acaparado…”[1]. Así es y así será.
En estos días ha estallado una guerra cuya particular novedad reside en que en esta ocasión acontece en el seno de Europa, vuelve al seno de Europa. Pronto nos habituaremos a ella, pues enseguida entraremos en un alineamiento entre bloques en el que la existencia de uno de ellos justifique la existencia del otro. La guerra tomará así un sentido del que radicalmente carece, y el rearme militar no será una aberración sino un objetivo “patrio”. Nada como un enemigo bien definido para darse identidad y pertenencia. Sánchez Ferlosio solía referir aquel dicho chino que dice que “cuando la flecha está en el arco, tiene que partir”. Como dijo el presidente Truman en su momento: “hemos de arrojar la bomba sobre Hiroshima antes de que acabe la guerra”. Es un argumento tan simple como esto: si no hay guerra la bomba sería un crimen, mientras que en la guerra es un bien. Ahora se vuelve a tensar el arco donde colocar la flecha que ha de partir, simplemente hacia la destrucción.
La guerra es el monumento que levantamos sobre la desgracia del hombre, al convertir dicha desgracia en maldad. La guerra convoca la muerte violenta de una manera característica. En el orden colectivo, el sujeto desaparece ante la institución del individuo como intercambiable o sustituible. Pero nadie, ningún sujeto, puede ser sustituido en el momento de la muerte. La guerra destruye el espacio y las vidas encerradas en la rutina inerte de ese espacio. Devuelve al sujeto su condición de insustituible, pero bajo la gran mentira de darle un sentido a dicha muerte, el sentido patriótico, es decir, el sentido del sinsentido de la Patria.
La muerte es siempre un escándalo, pero mientras la muerte es el límite que relanza el deseo insustituible de un sujeto, el entusiasmo de la guerra requiere el asesinato. Cuando ya se ha agotado el ideal político de la reconciliación, la guerra vuelve, por decirlo en términos hegelianos, a instituir un enemigo que dé sentido a la muerte. Así escapamos de la melancolía, que ha terminado por socavar los fundamentos de la Patria. De pronto vemos cómo la aparición de un enemigo vuelve a inyectar entusiasmo a una sociedad desvitalizada. El enemigo levanta el estandarte del fantasma sadomasoquista al encarnar a aquel que me quitó, aquel que en definitiva me debe, deuda que he de cobrar con su muerte. En toda beligerancia está la idea del “espacio vital”, el Lebensraum, que el enemigo me arrebató. Por eso no hay guerra sin invasión física, sin violencia física, sin la destrucción de los cuerpos, sin esa esperpéntica desmesura que carece de representación. Siempre empieza de manera sorprendente, gratuita, pero enseguida cobra el carácter de ineludible. Carece de representación pero pretende ser el fundamento de la representación (y del sentido), como si finalmente ya supiéramos quién es el otro que nos atormenta, como si fuera posible “objetivar” al otro del traumatismo. Sólo cabe tener dicha certeza a partir de su destrucción. De ese modo paradójico, la guerra ha arrasado con toda opción de sentido a cambio de una patriótica inocencia. Ninguna insidia peor del mal que la inocencia. Que al menos, pedía Max Weber, la guerra nos haga culpables. Se equivocaba. La guerra reparte inocencia, esa es su más retorcida maldad.
Una vez más comprobamos la existencia ineludible del mal que habita en el seno de todo orden colectivo. No queda pues otra posición ética ante el mundo que la deserción. Querer cambiar el mundo no lo es. La deserción es una vieja utopía que dejaría sin recursos a la guerra misma. Sin soldados no hay guerra posible. La guerra requiere el polvo y la sangre, como señala la Ilíada, la muerte y la destrucción físicas. Como decía la amiga de Kafka, Milena Jesenská, “sentarse al borde del camino y no ser ya soldado”. El soldado es un muerto que sustituye a otro muerto, por eso el soldado desconocido es el monumento de la guerra. Pero el sujeto como tal, el sujeto del existir, no puede ser sustituido a la hora de su muerte. Nadie te puede sustituir a la hora de morir. Tampoco la Patria.
El “diálogo abierto” que propongo tiene como protagonista al sujeto de la angustia y de la muerte, y, por tanto, del deseo y de la demanda amorosa, no al “yo” que busca su continuidad de existencia en la identidad patriótica. Una idea que está siempre presente en este diálogo es la de que la utopía melancólica presta mayor atención a la insuficiencia moral del mundo que a cualquier dogmática de su completud.
[1] Epístolas morales a Lucilio, 33. Biblioteca Clásica Gredos, 1994.
Madrid, abril de 2022
Francisco Pereña
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