Reflexiones sobre el miedo, la muerte, el fracaso del capitalismo y su incierto final. Francisco Pereña.
…” el protestantismo prestó al trabajo el carácter ascético de la condena bíblica, y su rigorismo moral contribuyó a hacer responsable al pobre de su pobreza. Marx, sin embargo lo cuestiona de raíz, al descubrir su secreto, la conversión de todo hacer y de toda relación en relación mercantil, en relación entre cosas, por decirlo en sus términos.”
PRÓLOGO
Solemos tomar como rasgo de la modernidad la proclama de la libertad en cuanto que emancipación del absolutismo y, sobre todo, del poder eclesiástico. La separación Iglesia-Estado es característica fundamental de la época moderna. La Ilustración consagra la libertad de pensamiento y el final de la servidumbre de la Filosofía a la Teología, bajo la consigna kantiana del sapere aude, atrévete a saber que implica también una cierta autonomía de la moral, frente a lo que Spinoza llamó la “ley externa”, referida en su caso a la ley yahvista.
Sin embargo, nadie sospechaba que esa proclama de libertad abría el espacio a una servidumbre hasta entonces desconocida, una esclavitud de los sujetos a un tipo de ordenamiento colectivo presidido por el totalitarismo de la mercancía, que hacía de cualquier actividad o de cualquier anhelo una actividad o un anhelo mercantiles. El concepto de individuo, que enarbola sobre todo Locke, propone una falsa autosuficiencia que se pretende salvaguardar con la propiedad privada. El giro que Locke establece en la concepción de la propiedad privada como inherente a la existencia del individuo, contra la idea anterior que la hacía provenir del pecado original, va a ignorar al sujeto de la angustia y del deseo que, sin embargo, había propuesto Descartes en su primera formulación.
Hasta Marx, el capitalismo no fue cuestionado, como si hubiera sido considerado como un orden eterno. Si alguna vez lo fue, era únicamente de parte de clérigos que querían preservar el poder y la exclusiva de una trascendencia frente a la inmanencia “amoral” que practicaba el capitalismo. No obstante, el protestantismo prestó al trabajo el carácter ascético de la condena bíblica, y su rigorismo moral contribuyó a hacer responsable al pobre de su pobreza. Marx, sin embargo lo cuestiona de raíz, al descubrir su secreto, la conversión de todo hacer y de toda relación en relación mercantil, en relación entre cosas, por decirlo en sus términos. Este cuestionamiento del capitalismo descubre la aberración que supone un sistema social que ataca el propio vínculo social que debería sostener y, por otro lado, la falacia de la libertad que propone, al tratarse no de la libertad del sujeto sino de la mercancía.
Marx no sólo cuestiona la falacia del concepto de individuo, sino que al descubrir la presencia ineludible del conflicto, como luego haría Freud en otro terreno, ve lo que encubre dicha falsedad de angustia y de soledad. Para Marx, como para Freud, el conflicto, la contradicción a la que se refería Heráclito, es un hecho primordial en la existencia de la sociedad y del sujeto, en suma, del vínculo con el otro, dado que en definitiva la sociedad es producto del desconcierto de sujetos “alterados” y desamparados, que ya en el hecho de vivir son radicalmente dependientes.
Este libro surge, pues, de la pregunta que ya se hiciera Kant de cómo explicar el fracaso moral de la humanidad. Si podemos hablar de un cierto progreso científico o tecnológico, no podemos, sin embargo, hacer lo mismo respecto de un progreso moral. Dicho fracaso moral atañe sobre todo al vínculo social, al orden colectivo que los hombres buscan y sin el que no pueden vivir. Kant creyó, no obstante, que el futuro nos traería una “paz perpetua”, sostenida por un gobierno universal o cosmopolita. Contra lo que pueda parecer, Marx no fue tan optimista. Por eso habló de “comienzo absoluto” y de “fin de la política”, como anhelo moral de la desaparición del Estado.
Los textos que conforman este libro se orientan por dicha pregunta acerca del fracaso de los hombres a la hora de dotarse de una organización colectiva que, por otro lado, de ningún modo pueden eludir. Esta pregunta adquiere hoy una especial virulencia, una vez que ya no es posible desentenderse del fracaso del sistema capitalista, que se hace patente en los diversos fenómenos que señalan la destrucción ya no sólo de la vida social sino del hecho mismo de vivir. Lo que está en juego ya no es la guerra como el momento álgido de la creación de “pueblo”, por decirlo en los términos hegelianos. No está únicamente en juego la destrucción del “enemigo” sino, ya de manera descarada, la destrucción de nosotros mismos como especie, como si el capitalismo fuera un fracaso sin “alternativa”.
Quiero señalar a este respecto que mi lectura de Marx atiende a pensar las contradicciones a las que se enfrenta, más que a la doctrina como bandera de alistamiento. Lo que me importa de Marx, como de Freud, o de Platón, o de Kant, o de cualquier otro cuya escritura sea una exposición al pensar, lo que me importa de tales textos son sus preguntas, las contradicciones que los sostienen y la propuesta ética que los alienta. Esta posición tiene que ver con el pesimismo como punto de partida. El optimismo es requisito del alistamiento doctrinario y tiene su anclaje en la consideración de que el hombre es un ser pervertido por la sociedad. El pesimismo, por el contrario, parte de que el sujeto carece de toda autosuficiencia y que esa “sociedad”, ese “orden” colectivo que le daña, está construido por los sujetos que lo sufren. Un orden colectivo, por tanto, que no meramente padecemos sino que construimos para protegernos con el daño.
Estos textos fueron escritos durante el 2020, el año de la pandemia de la COVID 19. El estado de indefensión, junto al desconcierto político que esta pandemia produjo era un contexto propicio para estas reflexiones. Lo más asombroso ha sido, a mi entender, la manifiesta impotencia para corregir el desastre, al no llegar a convertirse en cuestionamiento radical de nuestro “orden” colectivo. Todo se confía al talismán de una futura vacuna que permita seguir como siempre. Una vez más vemos que el miedo no conduce nuestra vulnerabilidad por los caminos de la humildad y del amor, sino que azuza el daño mutuo, el anverso del “apoyo mutuo” de mi admirado Kropotkin. El progreso científico y tecnológico, contra lo que pensaba en su ingenuidad Kropotkin, no se traduce en progreso moral.
Sin embargo, esta organización colectiva no es un orden “necesario”, es producto del miedo a la contingencia, a lo que Kant llamó trostlose Ungefähr, desconsolada contingencia, miedo a la soledad y a la muerte. Por ser producto del miedo no lo es de ninguna ley, ni de la Historia ni de la naturaleza. Por esta razón, vinculo el pesimismo con la posición ética de lo que llamo deserción. Así concibo el punto de partida para una insurrección “des-armada”, que no olvida al sujeto de la angustia y que no se confía a ninguna Historia de salvación. Aún así, no hace del daño que nos infringimos ninguna necesidad. La libertad y la emancipación no serán, pues, nunca palabras gastadas.
Aquí, en estos textos, se habla de política, pero no como relato de la “mentira necesaria”, que según Platón necesita la República, sino desde la perspectiva que nuestra propia práctica clínica nos abre: la angustia, el miedo, el desamparo, la agresividad, el daño, todo ello es la trama de una desdicha social que el discurso político degrada al convertirla en reclamación de venganza, en ejercicio impune del daño contra los que el hermoso poema de B. Brecht llamó los “mensajeros de la desgracia”. El dicho de Marx, que “los muertos entierren a los muertos” es una ironía que habla de nuestra muerte y de nuestro miedo.
La edición de este libro se debe a la iniciativa de Alejandro Martínez González, sin cuya ayuda no hubiera sido posible.
Francisco Pereña.
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