… el hecho de depender de forma absoluta del otro y no poder demandar amor orientado por el deseo, es el caso del maltratador. O depender enteramente del otro incluyendo la agresividad como el coste necesario para asegurarse una promesa de amor como objeto único para el otro, es el caso de la mujer.
Seminario de Piedad Ruíz: Huellas del psicoanálisis en el pensamiento contemporáneo
Violencia de género: 17-2-17
Me pareció muy apropiado hablar de este tema después del debate sobre el libro de F. Pereña Cuerpo y agresividad.
No hace mucho tiempo apareció una noticia en el periódico La Vanguardia cuyo titular era: La misma región del cerebro controla el sexo y la agresividad. Un grupo de neuronas que está situado, parece ser, en la base del hipotálamo, en la zona ventromedial del cerebro de los machos ratones, es el que controla las conductas sexuales y agresivas. En la investigación se muestra que hay una relación muy estrecha entre los circuitos neuronales de la agresión y los de la reproducción. La investigación tenía el objetivo de explicar el origen de las agresiones sexuales para poder desarrollar un tratamiento y rehabilitar a los agresores sexuales. Y concluyeron que la violencia estaría interconectada con la sexualidad en el cerebro de los ratones macho. Observaron que este grupo de neuronas se activaba o inhibía, ante las conductas agresivas o en el apareamiento, respectivamente. Existía una conexión entre ambos circuitos, de tal forma que un fallo, por ejemplo, en el circuito inhibidor, explicaría los impulsos sexuales violentos. Este es un estudio en el campo de la biología, pero vayamos a la hipótesis sociológica o socialmente aceptada, que hunde sus raíces precisamente en una de las tesis freudianas sobre la agresividad, por la que la agresividad es una pulsión a domesticar por la cultura y la organización social, en cuyo caso estaríamos hablando más del instinto que de la pulsión.
Existen dos tesis en Freud sobre la agresividad, completamente contradictorias. La primera, también la más antigua en la obra de Freud (aunque la vuelve a recoger en Inhibición, Síntoma y Angustia) es la que relaciona la angustia del desamparo originario en el humano con la agresividad, si no existe una mínima elaboración de la angustia fundamental resultante de la necesidad de una asistencia ajena para la vida del humano (todo ello según la terminología freudiana).
Esta primera tesis está conectada al hecho del desamparo y de la dependencia del otro, núcleo del conflicto psíquico. No hay en el humano una regulación instintiva, sino una alteración pulsional (según la terminología de F. Pereña). Dada esta dependencia del otro la separación se realiza mediante el rechazo y el odio a esa dependencia. El ejemplo de esto lo tenemos en la adolescencia. Un adolescente difícilmente se separa de los padres si no es a través de la rebeldía, del rechazo y del odio. Esa es la crisis adolescente. Es decir, que la agresividad en la adolescencia que tantas organizaciones, a veces políticas, utilizan, es porque están en el momento de los cambios sexuales, es decir, del desconcierto del cuerpo sexuado unido a la necesidad de separación de los padres y de la generación anterior. Pero, sobre todo, es un estallido en el que se ve perfectamente cómo la sexualidad va ligada a la agresividad. Si hay crisis adolescente hay rechazo de la dependencia y generalmente el rechazo y el odio no dejan de ser manifestaciones de la angustia ante dichos cambios. Cambios que exigirán un trabajo de elaboración, pues en caso contrario aparecen los pasos al acto o simplemente la agresividad y la violencia.
La segunda teoría de Freud plantea la agresividad como una pulsión originaria y autónoma. Si la primera tesis liga la agresividad a un conflicto interno en relación con el otro, en la segunda se plantea más como un conflicto externo. Es decir, entre la pulsión como un instinto autónomo originario de la especie y la sociedad que es la que tiene que coartar esa agresividad. Las pulsiones han de ser reprimidas para poder vivir en sociedad y la cultura es la que domesticaría la agresividad, tesis que no entiendo cómo no abandonó Freud cuando estalló la segunda Guerra Mundial… Si la agresividad es un instinto que ha de ser domesticado y reprimido para poder vivir en sociedad, la moralidad quedaría solamente reducida a una normativa, a la posibilidad de legislar y de regular por la represión (en este sentido, no psíquica sino socia), cualquier manifestación agresiva. La segunda tesis entonces plantea el conflicto entre el individuo y la especie, la sexualidad instintiva y el yo. La agresividad sería el resultado de una falta de regulación social y no un conflicto en el sujeto en su relación con el otro. Es decir, se llega a una confrontación entre el individuo y la especie y no entre el sujeto y el otro. En esta tesis es como si la vida pulsional estuviera separada del conflicto con el otro. Como vemos muy a menudo en la obra de Freud aparece esa concepción de la pulsión que también le lleva al dualismo pulsional en el cual, la agresividad es domesticada por la sociedad o por Eros. Todo dependería de la cantidad de Eros o Tanatós con que vengamos dotados constitucionalmente y del poder regulador civilizatorio que, como ya sabemos, la historia de la humanidad ha demostrado ser nulo.
Si hago toda esta introducción recordando el debate anterior, es porque para mí pensar la violencia de género como fenómeno clínico, exige tomar la primera teoría freudiana sobre la agresividad. La segunda teoría es la teoría social imperante o la que se toma institucionalmente en el tratamiento del maltrato a la mujer, basada curiosamente en El malestar en la cultura de Freud. ¿Por qué institucionalmente? Porque es la que se toma para legislar este fenómeno como delito. Se toma porque el maltratador es alguien que no ha reprimido sus instintos agresivos y la sociedad es responsable de no haber podido coartarlos mediante la cultura y la educación. Por supuesto que existen varios factores a tener en cuenta, cómo no, y, sobre todo, la educación es esencial para abordar este problema, pero en mi opinión no es suficiente. El maltratador no sólo tiene que pagar por el delito, sino que el Estado contempla su posible rehabilitación como responsable civil subsidiario, porque esta obligación está contemplada en la propia Ley de Violencia de Género. Y, además, es el único tratamiento que pueden recibir porque el Estado se siente responsable, puesto que la agresividad es un instinto (que no pulsión) que la sociedad tiene que domesticar y regular, luego legislar. Y digo que menos mal que tienen este tratamiento, como os podría decir también que menos mal que las mujeres maltratadas también tienen derecho a ser tratadas institucionalmente.
Otra cuestión es que en este tipo de tratamientos una mujer maltratada pueda hacerse la pregunta acerca de por qué ha padecido y se ha quedado en una relación de maltrato. Desde el punto de vista clínico, sabemos que eso exige un tratamiento individualizado que en algunas instituciones se empieza a contemplar, pero de forma bastante excepcional. No hablemos que el maltratador pueda hacerse la pregunta acerca de por qué lo es en un tratamiento igualmente institucional, porque no se hará esta pregunta, sólo muy excepcionalmente se pueden llegar a reconocer como maltratadores. Por lo tanto, no se trata sólo de un problema de recursos en las políticas de violencia de género para los tratamientos institucionales, sino de recursos para poder incluir en dichos tratamientos un enfoque más clínico.
Voy a leer una cita de F. Pereña sobre el libro citado al comienzo: “si la agresividad es un instinto que la organización social debe domesticar, la moralidad no sería un conflicto interno a la relación fundamental y constitutiva del sujeto con el otro, sino simplemente un efecto del miedo a lo exterior, a perder y a ser excluido o abandonado o castigado. Esta sería la internalización superyoica de la autoridad moral. La moral se confunde con la organización social y con el superyó, que sería el representante internalizado de esa organización que crea la moralidad sólo como una servidumbre social”. Es decir, para Freud, se regula el instinto por el miedo al castigo. En ningún caso se trataría de una elección. En los tratamientos a agresores para empezar no se trata de una elección, sino que más o menos se les obliga al ofrecerlos como sustitutivos de parte de la condena.
Pero volvamos a la cuestión del superyó. Os recuerdo cuál sería el origen del superyó: la angustia de castración, es decir, el miedo al castigo. De acuerdo a la teoría falocéntrica freudiana (criticada en mi libro El maltrato a la mujer) llega el momento en que un niño teme el castigo de ser castrado si sigue fusionado con la madre, luego siempre preferirá separarse e identificarse con el padre y la sociedad en las prohibiciones morales que configurarán su superyó. Para la niña todo se complica, pero para peor, no teme ser castrada, puesto que ya lo está, ella sufrirá su privación y anhelará el falo que no tiene dirigiéndose al padre para que se lo dé, eso sí, bajo la forma de un hijo y sólo si es decepcionada por la padre en esta espera podrá identificarse con la madre para poder acceder a la feminidad. Este es el Edipo freudiano clásico. Eso ahora suena rarísimo todo. Suena rarísimo complejo de castración, suena rarísimo que se tenga que separar de la madre y no del padre, suena rarísimo que es sólo el padre el que transmite los valores culturales y morales y el referente identificatorio. Suena todo rarísimo. Pero solamente lo he recordado para que veáis que esa tesis superyoica de que es el miedo a ser excluido de la cultura y de la organización social, como de la familia, es la que constituye la base superyoica y, por lo tanto, el miedo al castigo, luego no se trata de una elección. Sin embargo, cuando se analiza la primera teoría freudiana acerca de la asistencia ajena y del conflicto con el otro, se trata de una elección.
Creo que hasta que este fenómeno no se contemple sólo desde una perspectiva sociológica, sino desde esta perspectiva más clínica, como un conflicto interno entre conservar o destruir al otro, al objeto amado, o como una elección: o lo conservo o lo destruyo, el fenómeno del maltrato no va a desaparecer. De hecho, cualquier mujer tiene el riesgo de caer en esta trampa, de concebir el amor desde la perspectiva del “objeto único”, es decir, concibiéndose a sí misma como el objeto único para un hombre y eligiendo a un hombre que igualmente la concibe a ella como tal objeto único. Es decir, que en la posesión no se trata sólo de que yo posea al otro, sino que él me tiene que poseer a mí, en una palabra se trata de ser el objeto único para el otro, en este caso, la pareja, sea heterosexual u homosexual. En estos casos, lo que está en juego no es el amor que consiste en conservar al otro por el deseo, sino que se trata de destruirlo. Ahora se empieza a hablar ya de estos temas en los cursos de formación que se van impartiendo en los centros educativos. Tengo constancia de que ya se habla en estas charlas educativas dirigidas sobre todo a adolescentes: “Nadie debe decirte cómo vestirte o qué es eso de que te prometan que tú eres lo único que tiene en la vida…” Es decir, se empieza a hablar de distintas concepciones del amor y cómo no se puede hablar de amor cuando alguien te dice que no puedes ir con tus amigos, eso no es amor, eso es destruir tu vida. Así pues, caer en la trampa del amor como “objeto único” es destructivo y explica en gran parte el fenómeno del maltrato. En mi libro sobre el maltrato a la mujer yo lo formulaba hablando “del amor incondicional”, que es otra manera de hablar del objeto único.
Por otro lado, el concepto de “objeto único” (formulación de F. Pereña) se puede observar en muchos fenómenos clínicos, dado que no se busca en el amor la protección y la vida del deseo, sino la identidad, cuando la sexualidad es un obstáculo total para ello. La sexualidad nunca se ha podido regular ni normativizar, puesto que la sexualidad es en sí misma una alteración, es la alteración pulsional o el rasgo fundamental de ésta.
Si tuviéramos alguna duda, si alguien pudiera pensar que esto es una teoría más, si ponemos en duda que la vida pulsional es una alteración angustiosa, solo tenemos que pensar en nuestra propia sexualidad. ¿Es tan fácil regularla? ¿Se aviene a normas de cortesía? ¿Se aviene a leyes? El ejemplo es la homosexualidad. La homosexualidad se ha intentado suprimir, legislar, etc. y la homosexualidad sigue existiendo como sigue existiendo la heterosexualidad. Por eso, si tenemos alguna duda de que hay algo en la vida pulsional que es angustioso, que es traumático para el sujeto, solo tenemos que pensar en nuestra propia sexualidad. La sexualidad es traumática. La sexualidad humana pone en evidencia la alteración pulsional y este es el embrollo que toda la historia de la humanidad pretende denegar. Esto es una intuición freudiana de mucho alcance, recordemos una de las afirmaciones de Freud: “entre lo que se busca y lo que se encuentra hay un desajuste”. Y ahí está todo el embrollo. O, dicho de otra manera: el objeto adecuado de la pulsión está perdido de entrada, no nos guía el instinto, sino la dependencia del otro, por eso hablamos de pulsión y no de instinto, porque el concepto de pulsión implica el conflicto con el otro. La Biblia tiene otra versión: el hombre y la mujer fueron expulsados del paraíso. Y Lacan planteó que “la relación sexual es imposible”, que supongo se puede entender como que la relación sexual es posible en el sentido freudiano de la Versagung, es decir, como decepción.
Por todo esto, cuando un sujeto actúa desde la separación del otro y pudiendo elaborar el hecho de que la sexualidad sea traumática en su misma naturaleza, podrá amar y desear y su cuerpo será libidinal (por diferenciarlo del cuerpo pulsional). Por el contrario, si no puede elaborar la separación o suturar lo que la sexualidad tiene de alteración, el resultado es la agresividad. Para los seres humanos somos seres sexuados, mortales y sexuados, la agresividad está ligada al hecho de que la sexualidad humana es traumática. Y ¿qué entendemos aquí por elaboración? Pues, convertir el vacío pulsional o el hecho traumático de la sexualidad en una falta. Es decir, me falta, esto está desajustado, no me puedo asegurar, sé que puedo fracasar, sé que voy a sufrir, pero te pido amor porque lo deseo así.
Si tomo como ejemplo paradigmático de la relación entre sexualidad y agresividad, el maltrato a la mujer, es porque no puede haber otro ejemplo mayor, no es sólo porque sea un fenómeno social que cada día es más preocupante, y no sólo porque yo escribiera un libro hace 10 años por lo que me preocupaba desde el punto de vista clínico y como mujer, por supuesto, sino porque para mí es el fenómeno clínico a día de hoy que me sigue interrogando como tal fenómeno, fundamentalmente cómo se explica que una mujer se “quede” en una relación de maltrato. Y no me refiero a las explicaciones sociológicas y culturales, que por supuesto existen y dan cuenta en muchos casos del fenómeno, sino a las explicaciones estrictamente clínicas. En cada caso, todos esos factores se combinan de manera diferente. Pero es un ejemplo paradigmático, como os decía, de la diferencia entre el cuerpo pulsional y el cuerpo libidinal. Porque el cuerpo sexuado de la mujer maltratada no es libidinal mientras dura el maltrato y el cuerpo sexuado del hombre tampoco es libidinal porque es un cuerpo pulsional, donde no funciona el deseo en absoluto como límite interno. No está orientado ese cuerpo y esa sexualidad por el deseo. Está orientado por el empuje voraz y caníbal de la agresividad, como único tratamiento contra la angustia traumática. Es decir, que el hecho de depender de forma absoluta del otro y no poder demandar amor orientado por el deseo, es el caso del maltratador. O depender enteramente del otro incluyendo la agresividad como el coste necesario para asegurarse una promesa de amor como objeto único para el otro, es el caso de la mujer.
Hemos hablado en muchas ocasiones de que el cuerpo libidinal es el que está orientado por el deseo. El cuerpo pulsional es un empuje a la deriva. Cuando la gente dice es que soy muy impulsivo… la única manera de parar esa impulsividad es con medicación o con su deseo. No se trata sólo de una cuestión de voluntad, sino de tener un criterio sobre lo que quieres, lo que haces, por qué lo haces, por qué no lo haces, sobre lo que dices, de expresarlo, de defenderlo. Entonces, no es el deseo como límite interno el que libidiniza esos cuerpos sino el empuje voraz de la agresividad como único tratamiento para defenderse de la angustia traumática y la escasa capacidad de elaboración. La posibilidad de demandar, de articular su demanda, ya sería en sí misma una elaboración psíquica. El maltratador no puede demandar amor, lo exige, lo impone. El otro es un objeto, pero además tiene que ser el objeto adecuado para la satisfacción pulsional. No puede desviarse ni un milímetro. Es decir, es como si hiciera una objeción al hecho de que la pulsión no tiene un objeto adecuado, pues ese es todo el embrollo de la sexualidad. Es como si dijera: No. Yo tengo el objeto adecuado y eres tú (palabras-trampa del llamado amor incondicional). Y como tiene que ser adecuado a mis impulsos y a mis necesidades, tú no te puedes salir de aquí ni un milímetro, porque si te sales un milímetro, ya no me sirves como objeto adecuado, aparece la angustia y eso me violenta y agredo. Es un tapón de la angustia para el maltratador y eso lo sabe todo el mundo. Porque cuando la mujer dice que se va, es cuando el maltratador generalmente se desmorona y pasa al acto. Pero en el caso de la mujer es depender enteramente del otro para asegurarse de ser para el otro su objeto único.
Hablar del maltrato de esta forma puede parecer no “políticamente correcto”, porque aunque es necesario explicarlo muy bien, no cabe duda de que existe una “responsabilidad subjetiva” de la mujer, tal como entendemos nosotros dicha responsabilidad subjetiva, es decir, como determinación sintomática. La elaboración inconsciente de dicha determinación sintomática es indispensable para que pueda hacerse cargo de su posición subjetiva y salga de su posición de víctima. Y esto no se puede decir en público, porque se malinterpreta frecuentemente en el sentido de que no se le reconocer a la mujer su carácter de víctima. Eso lo quiero dejar claro: la mujer maltratada es una víctima del maltratador, pero no saldrá de esa posición de víctima si no se hace las preguntas necesarias para entender cuál fue su posición de sujeto y no de objeto en todo eso. Además, responder a esas preguntas, absolutamente particulares y no generalizables ni encuadrables en ningún perfil, es necesario si no se quiere repetir una relación de maltrato. Si una mujer no puede amar sin anularse como sujeto, si una mujer no puede desear, sino someterse por el miedo a la soledad de su deseo, podrá repetir una y otra vez una relación de maltrato. Se repite una relación imposible. ¿Imposible por qué? Pues del lado del maltratador: Sólo te tengo a ti para que me calmes cuando me angustio. Y la mujer acepta la agresividad como el precio a pagar asegurarse de que ella es el único objeto para ese hombre.
Pero insisto, por qué una mujer se queda e incluso a veces necesita la escena de maltrato. ¿Por qué la necesita? ¿Es tan ajena a una escena amorosa que esa escena amorosa no le pertenece si no hay maltrato. Porque muchas mujeres confiesan que cuando un hombre las domina es cuando sienten que verdaderamente las quieren. O que es cuando siento que verdaderamente le importo. Estos son frases que yo he escuchado de mujeres maltratadas. Entonces, si la escena sexual ligada a la agresividad es la única respuesta a la angustia, es necesario analizar la posición fantasmática y sintomática de la mujer, ya que ésa no es una respuesta amorosa y su cuerpo en este caso queda del lado de lo pulsional y no de lo libidinal.
Y esto tiene su interés, porque hay varias teorías sobre el maltrato que os recuerdo resumidamente. Las más interesantes para mí son: la de La indefensión aprendida de Selligman la de la unión traumática de Dutton. Hay investigadores haciendo estudios sobre estos temas y releyendo mi libro me he dado cuenta de que hablaban de las mismas cosas. Si se intenta taponar el trauma y el conflicto con el otro, eso se convierte en una droga. La droga es el “objeto único” por excelencia. Y de lo adictivo es muy difícil desprenderse. El hombre se queda sin el único objeto que calma su angustia. Y la mujer se queda sin ese aseguramiento que supone creer ser el objeto necesario para un hombre, no contingente, sino necesario, no un objeto entre otros, sino el único. Os decía que releyendo mi libro he tenido la ocasión de recordar las distintas teorías sobre el maltrato. Pues precisamente Leonor Walker que fue quien inventó las famosas fases del ciclo de la violencia de género (apremio, violencia y reconciliación) decía que el único mecanismo de defensa en la mujer maltratada es la disociación. ¿Por qué la disociación? Porque partieron del dolor físico. No entendían que una mujer que sufría palizas o que tenía lesiones brutales, dijese que no le dolían. No iban al médico. Decían que no era lo que más le dolía. Que le dolía que su marido se enfadara o que dejara de hablarles durante unos días, pero que el dolor físico no lo sentían. De este modo, llegaron a la conclusión de que se podía tratar de una disociación psíquica.
Pero veamos la teoría de la Indefensión aprendida. Perros expuestos a descargas eléctricas sin escapatoria posible, a las 24 horas se apreciaba un déficit en el aprendizaje de las respuestas de evitación a estímulos agresivos. Quedaban inutilizados para que, aunque pudieran salir abriéndoles la puerta, no se iban. Entonces, cuando pasaba esto a los seres humanos, se vieron obligados a contar con la subjetividad porque, claro, no somos perros ni somos ratones. ¿Qué pensaron? Apelaron a la teoría de la atribución. Es decir, los seres humanos atribuimos, somos diferentes entre otras cosas de los ratones y de los perros porque atribuimos cosas a los otros. La teoría atributiva es la teoría fantasmática. El fantasma es una atribución. Nosotros hacemos una interpretación de la realidad y la convertimos en nuestra realidad psíquica: no he podido estar ahí porque siempre todo el mundo me rechaza. Interpretamos al otro, le atribuimos intenciones, por ejemplo. Pues bien, cuando esa atribución es bastante fija, se dice; tiene un fantasma de abandono, tiene un fantasma de ruina, tiene un fantasma de… Entonces, aplican la teoría de la atribución. Y ¿con qué se encontraron? Pues, que cuando se daba una atribución interna (por la que la víctima siempre se culpabiliza de la agresión en una identificación con el agresor) estable (no contingente) y global (no ocurría por nada específico, sino por cualquier cosa), había Indefensión aprendida. Esa mujer ya no se podía defender, luego no tenía escapatoria.
Esto, de alguna manera, está de acuerdo con la diferencia que hacemos en psicoanálisis entre juicio de atribución y juicio de existencia, que es una diferencia freudiana. El juicio de atribución, como he explicado, es lo fantasmático, es decir, si una mujer siempre dice; me pega porque me lo merezco, en realidad es que soy tan insegura, en realidad es que… Es una interpretación fantasmática de esa mujer, es un juicio de atribución. El juicio de existencia, sin embargo está ligado al deseo, es decir, yo deseo el deseo del otro, es decir, que yo deseo existir en la medida en que el otro puede existir también. No destruirlo, sino existir.
La angustia ante la pérdida del amor es muy potente en la mujer e implica también un fuerte sentimiento de pertenencia, al contrario de muchos hombres para quienes dicha pertenencia la sienten como asfixia. Recordaré la respuesta que dio la escritora Etna O’Brien en una entrevista en la que se le preguntaba sobre la emancipación de la mujer: “Hay cosas que han cambiado para mejor, las mujeres no son ganado, expresan su derecho a que se les pague lo mismo que a los hombres, a ser respetadas, a no ser el segundo sexo, pero en la cuestión del emparejamiento las cosas no han cambiado nada. La atracción y el amor sexual no son un impulso de la conciencia, sino del instinto y la pasión y en este aspecto los hombres y las mujeres son radicalmente distintos. La mujer es capaz de un amor más duradero y siempre tiene más miedo de que la dejen. La gente se desgañita gritando eslóganes que se quedan en eso, en meros eslóganes. Lo que de veras nos determina es lo que sentimos y hacemos. Las mujeres no están más seguras en sus emociones de lo que estaban antes”.
He dicho en algunas ocasiones que el fenómeno clínico del maltrato es muy difícil de sintomatizar, es decir, es muy difícil que alguien se haga una pregunta de por qué permanece en una relación de maltrato. He tenido un caso que sí se hacía esa pregunta, pero la mayoría de casos que he tratado me han llegado derivadas de abogados no porque se hubiesen hecho esa pregunta, sino porque los abogados pensaban que no estaban en condiciones de enfrentarse a un juicio de divorcio y a los informes preliminares que realizan los equipos psicosociales de los juzgados de familia. Ellas llegan muy preocupadas por la custodia de sus hijos y entonces les planteo que es necesario que se hagan esa pregunta para poder elaborar y discriminar sus sentimientos y emociones, algo muy necesario para que la experiencia traumática por la que han pasado no tenga consecuencias nefastas en la relación con sus hijos o para que no repitan en otra relación de maltrato. Y eso exige tiempo y trabajo analítico. Luego si acuden a la consulta en busca sólo de un informe sin ninguna intención de seguir una terapia, no lo hago y las derivo a cualquier profesional dedicado a realizar peritajes
No quiero terminar sin decir algo sobre la disociación. Según las teorías que he mencionado antes, en la unión traumática se tienen que dar dos características: desequilibrio de poder y maltrato intermitente. Esto ocurre en el maltrato a la mujer, pero también, por ejemplo, en los adeptos de una secta. En la formación del yo es se pasa obligatoriamente por la denegaciónr. No hay un yo que se construya sin denegación. ¿Por qué? Porque muchas de las cosas que nos pasan las distorsionamos de tal forma para que sean más o menos admisibles, para que podamos soportarlas. Eso lo vio Freud cuando habló de la “elaboración onírica” o de los “recuerdos encubridores”, por ejemplo. En ese sentido, todos somos denegadores o, dicho de otro modo, para vivir es necesario denegar. Pero cuando nos enfrentamos a experiencias traumáticas, no es posible denegar y entonces se disocia. Por eso en los trastornos límite de la personalidad se dice que el mecanismo fundamental es la denegación y frecuentemente la disociación (como apunta F. Pereña en su texto “Denegación y límite”). Y ciertamente encontramos una casuística importante de experiencias traumáticas en este tipo de pacientes, ya sea de abusos sexuales o de maltrato. Es decir, que llega un momento en que ya no se puede maquillar lo que está sucediendo, lo que te está sucediendo no puede llevarte a la deformación de un recuerdo encubridor, o a una fantasía de redención o salvación. El hecho es tan traumático que sólo cabe un mecanismo de defensa: la disociación, que puede consistir en negar el daño sufrido o denegar la culpabilidad del maltratador, denegando su responsabilidad en su conducta violenta. En la disociación, no sólo se aparta lo que no puede puedo admitir en la historización de mi vida (recuerdos encubridor), sino que se actúa como si los comportamientos más contradictorios no lo fueran. No sólo se deforma, sino que se borra y, por lo tanto, se trata de una defensa psíquica para que el yo no se desmorone y para que no aparezca la angustia abismática de aniquilación.
Piedad Ruíz.
Transcripción y adaptación: Teo Fiunte